La Condena [9]

La Condena
Capítulo Anterior: [8] El Embrujo

Capítulo 9. La Vereda

Al despertar bajo el tibio abrigo de mi desolado hogar, no pude evitar presumir en primera instancia que todo aquello no había sido más que otro de mis descabellados e inquietantes alucinamientos nocturnos. Pero entonces, de pronto, el punzante ardor de la fresca cicatriz sobre mi torso destrozó mi ingenua especulación.

Pasé los siguientes incontables días aprisionado en mi modesto apartamento, deliberadamente, con la intención de no concederle ni un solo roce más del fulgor del radiante sol a mi demacrada y descolorida tez. Mi sosegada existencia habría de reducirse, en poco tiempo, fundamentalmente, a fumar acerbo tabaco, beber mezquino licor y extraviarme constantemente en la sugestiva mirada de la estatuilla siniestra.

No obstante, después de varias interminables semanas, ya no pude resistir ni un minuto más la exasperante monotonía del solitario encierro. Tomé entonces mi viejo gabán y abandoné de nuevo el desesperante refugio, sin intenciones de volver.

En un principio me propuse deambular sin rumbo, dejándome llevar por la cándida y cautivadora belleza del empedrado de la vereda. Sin embargo, después de un rato, descubrí que mi perspicaz instinto me había arrastrado una vez más hasta aquel condenado parque de túrbidos recuerdos. Sonreí con tenue mordacidad, tomé asiento bajo el cobijo de un rozagante ciprés de copioso follaje y encendí un cigarrillo.

Entonces la vi.

Sentada en soledad junto a un frondoso seto vivo, al otro lado de la vetusta fontana de cristalinas aguas, se encontraba mi dulce amada, tal como apenas la recordaba, acariciando suavemente su preciosa cabellera castaña. No cabía duda alguna; era ella, era real.

Traté de ponerme de pie con la intención de acercármele, pero fue mi propio cuerpo quien se rehusó a obedecer; no pude moverme ni un centímetro. Fue entonces que rememoré aquel diabólico pacto.

A partir de ese día comencé a salir con frecuencia, siempre en insensata búsqueda de nuestro ilusorio encuentro. A pesar de que era mi deber permanecer velando en las lejanas sombras, el simple hecho de mirarla de nuevo le brindaba ligero alivio a mi perturbado corazón.

Una tarde, la última del verano, algo distinto sucedió. Ella reposaba apacible al filo de la ajada fuente, mirando cautivada al despejado cielo, cuando de pronto un misterioso hombre de esbelta figura se aproximó y tomó asiento a su lado. No pude apreciarle el rostro, aunque la forma de su andar me resultaba familiar.

Conversaron por un rato y luego partieron, juntos. Al día siguiente se volvieron a encontrar, en el preciso mismo punto, a la precisa misma hora. Cada vez que se reunían se situaban uno más cerca del otro. Fue así que en el fondo de mis entrañas comenzó a germinar el más endiablado y trastocado recelo.

Al cabo de escasas semanas, terminó por cumplirse mi más lacerante y temida predicción: se besaron en los labios.

Enfurecí. La implacable rabia dentro de mí comenzó a manar de mi tórax como un salvaje río desbordándose en la estruendosa tempestad. Ya no podía más soportar aquel desalmado suplicio. Me levanté y grité su nombre, con todas mis remanentes fuerzas, pero nunca me escuchó. Di entonces un paso hacia delante pero de inmediato fui azotado desde dentro por una brutal ráfaga de punzante dolor. Tuve que desistir.

Con el tiempo aprendí a soportarlo. Mentiría si negara que se me descuartizaba el alma endeble cada vez que la avistaba entrecruzando sus delicados dedos con los de aquel enigmático sujeto, pero admito también que contemplarla tan feliz aplacaba ligeramente la sofocante aflicción de mi estropeado y fracturado corazón; se estaba consumando mi imprudente deseo.

Paulatinamente fui abandonando mi propia existencia para convertirme, sin percatarme siquiera, en una espectral y desesperanzada sombra errante.

Las semanas y los meses comenzaron a esfumarse a un ritmo trepidante. Ella había hallado al fin a su alma gemela y, a pesar de la hórrida agonía que me provocaba no ser yo el ferviente autor de aquella hermosa y radiante sonrisa, verla así, gozando del verdadero amor que tanto se merecía, le brindaba un poco de luz a mis más sombríos días.

Pero una noche de raso firmamento y fulgurante luna llena, mientras intentaba mitigar una vez más mi desbordante amargura a la barra de una acogedora taberna no tan vulgar, los dioses resolvieron develar su más despiadada asechanza.

Siguiente Capítulo: [10] La Condena

2014 Derechos Reservados © Daniel Reynoso Gállego