La Condena [8]

La Condena
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Capítulo 8. El Embrujo

Nunca logré descifrar cómo es que aquella enigmática criatura conocía tanto sobre mí. No sólo sabía quién era yo, sino que además estaba enteramente al tanto del atroz y desgarrador infierno por el que estaba atravesando.

Si algo me cascaba el alma en ese momento más que la sobrecogedora incertidumbre, era un inclemente y tremebundo agotamiento; me sentía completamente desvalido, inerme. Al final no pude resistirlo y volví a dormir.

Cuando desperté de nuevo, pude ver las cosas con verdadera perspicuidad. Jamás logré remembrar su nombre, a pesar de haberlo escuchado de su boca en más de una ocasión. Lo único que recuerdo eran sus prominentes y cristalinos ojos renegridos como la obsidiana.

Dijo haberme estado avizorando desde hacía algún tiempo; alardeó incluso sobre su sombría capacidad de divisar, aun en lontananza, la cáustica y desgarradora aflicción que albergaba yo en mi agostado corazón. Prometió ayudarme.

Me avergüenza reconocer lo mucho que demoré en percatarme de su verdadera identidad después de todo lo acontecido; era una infame bruja, una nigromante.

Fue ella quien colocó aquel día, al pie de mi portón, la perversa efigie que estropearía mi última oportunidad de aniquilar mi incesante miseria.

Llevaba yo tanto tiempo habitando en las sombras, cobijado por mis turbios demonios, dejándome llevar por la inercia de una efímera y vacua existencia, que había llegado a olvidar la razón de toda esa desdicha. No fue sino hasta ese momento, aprisionado en la recóndita guarida de aquella enigmática mujer, que recordé en llanto el bello rostro de mi ausente amada.

Me dijo que evocaría un embrujo.

Aguardamos hasta la media noche, y entonces comenzó. Primero, fui sometido a ingerir un exótico y espeso brebaje de pútrido y acibarado sabor, para después ser llevado a través del umbrío recinto hasta un pequeño patio detrás de la casa, donde se alzaba ya una prominente hoguera de seductoras llamas azafranadas.

Son escasas las memorias que conservo de aquella impía ceremonia. La hechicera pretendía invocar a los muertos mediante una sucesión de suntuosos cánticos y alabanzas enunciados en una lóbrega lengua que calaba los huesos. Ordenó me despojara de mi estropeada camisa y me situara justo frente al fuego descomunal, mientras sujetaba entre mis manos la figurilla de ojos eternos.

Cuando me postré frente a las ardientes flamas mi percepción del tiempo se desmoronó. No sé si el alucinante ritual duró sólo un par de minutos o varias horas.

De pronto ella se dirigió a mí. Me hizo ponerme en pie y me formuló enseguida la interrogante más trascendental que habría de determinar el curso del resto de mis condenados días; me preguntó qué es lo que más anhelaba en este mundo. Creo que demoré demasiado en responder.

En un principio, creí que mi máximo deseo sería volver a los brazos de la mujer que amaba. Pero luego, repentinamente, remembré aquellas primeras jornadas de extenuante cavilación durante los más tormentosos días de mi desgarradora soledad. Había caído en cuenta, tal vez demasiado tarde, que fueron mi inicua codicia y mi agudo egoísmo los que habrían de desolar mi nefasto porvenir.

Fue entonces, después de una perdurable introspección, que obtuve mi terminal respuesta; decidí anteponer su felicidad a la mía, tal vez por vez primera. Así que alcé la mirada y expresé ante las llamas, con contundente certidumbre en mis exhaustas palabras, mi verdadero y único deseo: que mi querida encontrara a aquel que estuviese destinado a hacerla feliz por el resto de sus días, aunque ese no fuese yo.

Los subrepticios espíritus se manifestaron a través de la anciana y me prometieron que así sería. Sin embargo, tendría que pagar un alto precio por aquella notable solicitud; declamaron que yo habría de convertirme en perpetuo espectador, y que jamás sería capaz de intervenir.

Vacilé por un instante. No obstante, al final accedí; no sabía lo que hacía. Entonces, para consumar nuestro siniestro pacto, la ocultista trazó con su afilada daga un profundo tajo sobre la tensa piel de mi desnudo pecho, forjando así al fuego mi sentenciado destino con el hervor de la roja sangre.

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2014 Derechos Reservados © Daniel Reynoso Gállego