La Condena [7]

La Condena
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Capítulo 7. La Silueta

No tenía miedo, a pesar de que la negrura se tornaba cada vez más pesada y penetrante. El callejón parecía eterno, como si se volviese más y más estrecho con cada paso de mi andar. Mi cuerpo se movía casi por sí mismo, seducido por aquella jadeante luz dorada que lo llamaba a la distancia con sus hipnóticos y gráciles movimientos.

Pasaron varios minutos antes de que pudiera vislumbrar el final del infinito túnel. Las noctilucas se habían marchado ya y el resplandor lunar se guarecía tímido tras las espesas nubes de la frescura nocturna. Poco a poco mi objetivo comenzó a cobrar nitidez; al acercarme lo suficiente descubrí que el cautivador resplandor provenía de un vetusto quinqué suspendido al portón de una pequeña vivienda color castaño.

Me acerqué con prudencia a la ventana, tratando de mirar hacia el interior, pero me resultó imposible notar algo al otro lado del vejado cristal. La puerta era de pino, no tengo duda de ello. Parecía como si aquella humilde morada tuviera cientos de años de antigüedad.

Me quedé de pie frente a la maltrecha fachada por varios segundos, cautivado por los sombríos y embarullados garabatos que revestían la estropeada pared de pardo ladrillo, cuando de pronto reconocí entre los incoherentes trazos esos abismales ojos brunos. De inmediato aquel afilado escalofrío me importunó una vez más.

Extraje entonces de mi bolsillo el endemoniado ídolo de madera; era la misma tórrida mirada.

Repentinamente, para mi sorpresa, la puerta frente a mí comenzó a abrirse paulatinamente, apuñalando a muerte al sepulcral silencio nocturno con un estrepitoso y chillante crujido.

Entré.

Poco recuerdo del interior. Cientos de misteriosos artefactos recubrían las paredes y techo del lúgubre recinto: desfigurados fetiches, turbios retratos, desecados ramos de exótica flora y más de aquellos inquietantes dibujos que guarnecían el muro exterior. El único mueble de la habitación, una pequeña mesa polvorienta, acogía a un par de candelas moribundas, así como infinidad de perturbadores utensilios y trastos que no logré identificar. Lo único que jamás olvidaré de aquel enigmático escenario es su olor, un tremebundo hedor a fiambre.

A pesar de que mi instinto me había llevado hasta allí, en lo más hondo sabía que debía largarme cuanto antes. De inmediato comencé a sentir la pesadez de una penetrante mirada, y fue entonces que lo noté: había alguien más allí.

Mi corazón comenzó a rugir como una rabiosa máquina de vapor. Corrí hacia la puerta, pero ésta se cerró con implacable furia justo antes de que pudiese escapar. Traté de abrirla con todas mis fuerzas, mas fue totalmente inútil; estaba atascada. De pronto, desde un rincón de la infinita penumbra comenzó a emerger una lóbrega silueta taciturna. Mi desesperación cobró enseguida dimensiones descomunales, mientras la tétrica figura se acercaba hacia mí con perturbadora dilación. Al final, aunque mancille mi orgullo al admitirlo, el mortífero pánico que aguijoneaba mis entrañas terminó por derribarme; desfallecí.

No tengo idea de cuánto tiempo estuve inconsciente; sólo recuerdo la perpetua y apacible negrura de mis sellados párpados.

Fue de nuevo ese insoportable y fétido aroma el que me devolvió la conciencia. Me desperté exaltado, cobijado por una atroz ansiedad que se había convertido en fiebre. De inmediato traté de incorporarme, empero unos esbeltos brazos me sujetaron de los hombros y frustraron mi mediocre intento. La honda lobreguez me impedía contemplar su rostro, mas por alguna misteriosa razón fui capaz de distinguir sus brillantes ojos. Me lanzó una estridente mirada y en seguida se apaciguó la abrasadora lumbre que hervía mi sangre; fue como contemplar por un instante la suntuosidad del vasto manto estelar justo en el centro de aquellas fulgentes pupilas.

Le supliqué entre endebles y lastimeros balbuceos que me dejara ir, pero no hizo más que mofarse de mi deplorable ingenuidad.

De pronto, con una voz áspera y sosegada, me dijo que tenía planes para mí, y pronunció mi nombre.

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