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Capítulo 5. La Sinfonía
A la fecha no logro remembrar lo que hice al salir del hospital en aquel taciturno día de enero, pero lo más seguro es que me detuve en alguna sombría cantina para sofocar con licor barato mi insufrible desesperación.
Sin duda los primeros días fueron los peores. Absolutamente todo a mi alrededor me recordaba a ella. Cada vez que salía al bulevar y veía en lontananza a una mujer de castaña cabellera, sentía por un instante cómo mi garganta se cerraba y mis entrañas se anudaban con vehemencia. Mis sentidos me tendían sagaces asechanzas ante la menor provocación, y en cada ocasión me resultaba más arduo entrever la realidad. Fue entonces cuando tomé la difícil decisión de confinarme en el apartamento.
Lamentablemente la paz me duró muy poco, ya que su imagen empezó a importunarme en mis absurdos sueños. Su silueta se dibujaba tenue en la penumbra cada vez que mis ojos se guarecían, mientras sus tiernos e invisibles labios susurraban incesantes aquellas nefastas palabras que nunca llegué a escuchar de su propia voz. Durante semanas desperté con los albores sostenido por una lastimosa almohada empapada en tórrida aflicción.
Con seguridad puedo afirmar que aquella fue mi etapa más siniestra.
Recuerdo que al principio solía albergar esa ingenua esperanza de que el tiempo sanaría mi maltrecho corazón, pero el agudo y rebosante dolor que me asfixiaba a cada respirar lapidó vertiginosamente aquella lastimera ilusión en cuestión de días.
No sé por cuánto tiempo estuve así. Cada hora me parecía más larga que la anterior; era una tortuosa eternidad. Lo había perdido todo, mis metas, mis sueños; sin darme cuenta había dejado de vivir.
Sin embargo, una grisácea mañana, después de otra larguísima noche de horror e insomnio, decidí colocarme frente al espejo por primera vez en meses. No puedo olvidar la trémula aflicción que me cubrió por completo cuando contemplé aquel repulsivo reflejo y descubrí que ya no quedaba el más mínimo vestigio de lo que alguna vez fui; me hallé cruzando la mirada con un completo extraño. Fue entonces que tomé la decisión.
Después de no haber visto la luz del sol por muchísimo tiempo, salí a las calles. Atravesé el condado andando, con sosegadas y vacilantes pisadas. Era imposible no sentir sobre mis hombros todas esas estridentes miradas de estupor; supongo que nunca antes habían avistado a un hombre muerto caminando.
En fin, por más que me esfuerzo no logro todavía evocar a dónde fui o cuánto me demoré; sólo recuerdo haber vuelto a casa al anochecer, sujetando un liviano y misterioso bulto bajo el brazo. Abrí la puerta con cuantiosa dificultad y caminé con sosiego hasta la habitación. Dejé caer aquel enigmático paquete, tomé asiento al pie de la cama y allí me quedé, meditando, completamente inmóvil, con la mirada extraviada en la infinita negrura, hasta que las primeras luces me devolvieron el sentido.
Fue entonces que me levanté, cerré con deplorable suavidad las ajadas persianas y puse en el gramófono mi disco favorito; nunca había estado tan sereno, tan plácido.
Me quité los zapatos y desabotoné mi camisa. Volví por el saco que había traído conmigo y extraje de su interior una larga soga de cáñamo. Até con firmeza un nudo de verdugo, perfecto, impecable, y lo dispuse alrededor del cuello mío. Fumé un último cigarrillo y escribí una sencilla nota de despedida mientras esperaba ansioso el clímax de aquella soberbia sinfonía; entonces subí a la silla.
Estuve tan cerca de ultimar por fin la inclemente tortura, cuando de pronto escuché que llamaron a la puerta.
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2014 Derechos Reservados © Daniel Reynoso Gállego
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