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Capítulo 3. La Urgencia
Desperté tarde, con el ferviente sol en pleno rostro. Una abrasadora y nefasta sensación me aporreó desde el instante en que recobré el sentido. Todavía puedo sentir aquella hórrida impresión, aquel incesante y bravo latido en mi cabeza, igual al de una bomba a punto de estallar.
Me incorporé con dificultad; mis manos no paraban de temblar. Caminé con extrema dilación hasta el espejo del baño y frente a éste lavé mi rostro con suma mediocridad. No lo había notado, pero por primera vez en mucho tiempo me encontraba relativamente sereno. Había olvidado por completo las circunstancias en las que me había ido a dormir, empero todo cambió en cuanto volví la mirada y descubrí el auricular del teléfono colgando del buró cual víctima de una monstruosa ejecución. En un santiamén toda esa calma que me envolvía se esfumó. Por supuesto, en ese instante le marqué.
Después de un par de intentos, respondieron. Sin embargo, la voz del otro lado de la bocina no era de ella, sino de su hermana. Intentó explicarme la situación con extrema cautela pero en cuanto escuché el nombre del hospital, colgué de inmediato.
La exigua quietud que apenas me acariciaba las sienes se había terminado de escurrir por mis tensas espaldas. Por varios segundos simplemente no supe qué hacer; me quedé allí sin aliento, con la mirada extraviada en el recóndito horizonte más allá de los asfixiantes muros. Al final, tras abandonar el trance, sólo cogí mis llaves y me precipité con celeridad hacia la puerta.
Todavía pienso que es probable que haya batido alguna especie de marca, atravesando el condado en tan poco tiempo. Durante el trayecto tuve un breve momento para reflexionar, efímero, fugaz, pero sin duda lo primero que padeció bajo mi agostada piel fue una tremebunda sensación de sofocante vergüenza. Por fortuna ello no me impidió conservar la lucidez y seguir mi camino. No tenía absoluta idea de lo qué había sucedido; lo único que sabía era que, sin importar cuán indignado me sintiera todavía, en ese momento mi lugar era al lado del amor de mi vida.
Al llegar a mi destino entré corriendo a la recepción, con mi cabello hecho un lío y portando todavía aquella ropa astrosa que a leguas se notaba vestía desde el día anterior. Pregunté entre perturbadores resoplidos por el paradero de mi amada para después esfumarme en el vasto y atildado corredor que me encaminaría hacia el viejo ascensor.
Mi corazón estaba a punto de quebrarme el tórax; mis piernas objetaban el abuso y mi cefalea ensanchaba su señorío, mas nada de eso habría de detenerme. Al final logré comparecer ante la puerta 502, tras la cual sabía se hallaba la razón de mi urgencia. Sin embargo, justo cuando estuve por sujetar el reluciente picaporte, una mano firme y recia me lo impidió; era el padre de ella.
No había tiempo para cordialidades. Tenía tantas preguntas por hacerle pero me sentía incapaz de pronunciar con claridad siquiera alguna. Sólo quería verla. Mi desesperación en ese momento era tal que no me di cuenta de lo que estaba tratando de decirme.
Entonces, con formidable frialdad y prudencia en su contundente mirada, me interrumpió abruptamente y me pidió sin reparo que simplemente me marchara.
Una abrumadora y sofocante confusión me abatió por completo.
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2014 Derechos Reservados © Daniel Reynoso Gállego
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