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Capítulo 2. La Angustia
Apenas se habían escurrido del anticuado reloj de pared un par de minutos cuando comencé a extrañarla. Me recuerdo incómodo, sentado allí sobre el maltrecho colchón, guarecido en la negrura tras las persianas polvorientas, atento solamente a mi endeble jadeo, siendo la única distracción aquel perseverante chasquido de las fugaces manecillas corriendo sin piedad, arrebatándome mis instantes uno a uno.
En mi cabeza sólo resonaban esos últimos pasos, aquellos susurros de rendición y partida. Por un tiempo inmensurable sólo me restó yacer justo allí, contemplando la incertidumbre, abrazándola. Lamentablemente, aquello que engañosamente llamaba orgullo me impediría hacer algo más.
Pasaron varios días y ninguno de los dos hizo esfuerzo alguno por ponerse en contacto. Ella se había desvanecido por completo y yo, mientras tanto, sólo me repetía a mí mismo que el asunto no tenía tanta importancia; pensaba ilusamente que no era más que cuestión de tiempo para que ella volviera por esa puerta. Estaba lejos de comprenderlo. Cientos de incoherentes pensamientos surcaban mi embrollado juicio, mientras una clamorosa y sedante voz murmuraba obstinadamente desde mi interior que había sido ella la causante del conflicto. Recuerdo que de momentos padecía en cada una de mis venas la airada tentación de tomar el teléfono y discar su número, pero nunca pudo conquistarme dicho impulso: mi aciaga arrogancia me había convencido de que ella debía ser quien llamase.
Una semana más tarde, o tal vez dos, en una fatigante noche cualquiera, decidí aplacar mi miseria y salir a las calles para circundarme del fresco viento del sur. Llevaba un refinado gabán negruzco y unos fulgurantes zapatos que reflectaban los flemáticos destellos de las luces nocturnas. Caminé sin rumbo cierto, con lentitud y prudencia, extenuado, rendido, luchando contra aquel montaraz invierno que emblanquecía mi aliento y ralentizaba mis pasos.
Recuerdo que, sin planearlo, terminé de pie en medio de aquel precioso parque donde ella y yo cruzamos nuestras miradas por vez primera; confieso que sentí un amargo desconsuelo cuando me di cuenta que los despiadados años le habían arrebatado al sitio todo su esplendor.
Aún puedo cerrar los ojos y evocar con prístina claridad esa calmosa sensación de la espigada y suave hierba acariciando mis lentas pisadas.
Cuando advertí realmente dónde estaba parado, una insólita y penetrante impresión de desdicha envenenó mis entrañas. Fue como si mi sangre dejara de discurrir por mi cuerpo y mis fuerzas se evaporaran lentamente a través de mi agotada piel. Me desplomé sobre mis rodillas entre los prominentes cipreses y en seguida la agonía menguó mi ya desierta mirada. Había alcanzado finalmente ese punto en el que ya no se puede aparentar más fortaleza; ya no podía soportar más esa terrible angustia.
Nunca supe cuánto tiempo estuve allí, así.
Al final, después de drenar con flagrante atrocidad hasta la última de mis lágrimas y de contender una formidable pugna por ponerme de nuevo en pie, sacudí la helada tierra de mi deslucida indumentaria y tomé el camino de vuelta a casa. Al llegar, al fin, atravesé exhausto la puerta del apartamento para entonces solamente dejarme caer sin piedad sobre la sucia alfombra y, con las escasas fuerzas que aún me restaban, alcanzar el teléfono sobre el velador y por fin llamar a aquel condenado número que ya evocaba más que de memoria.
Desafortunadamente no hubo respuesta. Insistí varias veces, sin cesar, mas fue completamente en vano.
Al final, con mi pecho colmado de frustración y mi rostro empapado en añoranza, solté la bocina con excesiva torpeza, escalé con dificultad la altísima cama y allí me dejé vencer.
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2014 Derechos Reservados © Daniel Reynoso Gállego
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