Memorias de un Primer Amor [4]

Memorias de un Primer Amor
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Capítulo 4: Siete

Parecía otro martes como cualquiera. Tenía una clase temprano y otra más tarde, con un par de horas libres entre ambas. Pensé que, como cada semana, pasaría ese tiempo con él; conversaríamos, comeríamos algo o simplemente caminaríamos por ahí, él y yo; probablemente me hablaría sobre su sentir respecto a ella.

Pero no fue así.

Salimos de la primera clase y estuvimos un rato en el pasillo. Lo noté raro, o al menos un poco distinto. Se veía cansado o algo así. Yo lo miraba con un poco de inquietud, y estuve a punto de decirle algo cuando me preguntó si había planeado algo para el tiempo de espera que teníamos en común. Le respondí con una negativa.

Pensé que me sugeriría alguna actividad o algún lugar a donde ir, como ya lo había hecho antes, pero me sorprendió su respuesta. No dijo nada. Sólo me extendió su mano en son de despedida. Por un instante me quedé pasmado; no comprendía. Me miró fijamente a los ojos y me dijo que se iría a casa. Estreché su mano, aún dubitativo. Simplemente no lo entendía. No tenía sentido. Teníamos otra clase en la tarde, una importante. Me mencionó que no se sentía muy bien. Le pregunté si podía ayudarle en algo, pero me respondió un no con los ojos, agradeció con una ligera sonrisa y entonces se marchó con las manos en los bolsillos y la mirada por los suelos.

Me quedé ahí tras su rastro por un par de minutos, preguntándome sobre lo que había pasado. Primero supuse que tenía que ver con el hecho de que ella iría a la clase de la tarde, pero entonces recordé que llevábamos compartiendo salón con ella más de la mitad del semestre y nunca había pasado esto. Algo simplemente no encajaba.

No recuerdo qué hice en esas dos horas y feria que tenía para derrochar. De seguro retomé aquella corta novela que había estado leyendo esa semana: la historia de una chica que se perdía en el bosque y que era rescatada por un misterioso guardián.

Entonces, poco antes de la hora, llegué al salón para mi última clase del día. Ella había llegado temprano. Estaba allí, sentada, apacible. Leía sus notas con la mirada medio perdida, con una mano descansando en su regazo y la otra soportando su rostro por la mejilla. Me acerqué para tomar asiento a su lado, aunque no se dio cuenta de mi presencia, no hasta que la toqué ligeramente en el hombro. Entonces me miró y sonrió. Nos saludamos.

Fue algo en extremo peculiar: a pesar de todo el bullicio de los demás compañeros, estoy seguro que podía escuchar la respiración de ella, tan cálida, tan sutil. Estaba a punto de preguntarle algo pero curiosamente los dos comenzamos a hablar a la vez. Fue gracioso. Nos reímos y discutimos por un momento sobre quién hablaría primero, pero antes de resolverlo llegó nuestro profesor y tuvimos que atender la clase.

Fue una jornada larga. Recuerdo que casi al final ya no podía soportar el dolor de mi mano derecha, de tanto escribir sin cesar. Lo bueno es que el maestro nos dejó salir casi treinta minutos antes de la hora de cierre.

Ella abandonó el aula antes que yo. A mí me gusta esperar a que salgan todos, para poder pasar por la puerta sin ser empujado. Cuando salí, vi que me estaba esperando.

Caminamos juntos. Estuvimos en silencio por un par de minutos, y entonces le pregunté por lo que planeaba decirme antes de clase. Lo pensó por un instante y expresó que no era nada importante, y que mejor yo le comentara lo que le iba a mencionar. Le dije que la había notado un poco distinta, como triste, y que mi intención era saber si algo andaba mal.

Parece que se quedó sin palabras, ya que no dijo nada. De pronto alzó la mirada y me dijo: “¿Recuerdas que hace un momento te dije que no era nada importante?”. Asentí con la cabeza. “Pues la verdad sí lo es. Te iba a preguntar si sabías algo de él, si lo habías visto, porque no llegó a clase y eso me preocupa”.

La verdad nunca me imaginé que me fuera a preguntar por él; hacía tanto tiempo que no lo hacía.

Le conté entonces sobre su extraña partida. Ella no dijo nada, pero se notaba aún preocupada. Hubiésemos seguido con la charla pero ya habíamos llegado al punto donde nuestros caminos tenían que divergir. Me dijo que se conectaría a Internet en la noche y que podríamos seguir conversando. También dijo que esperaba verlo a él en línea.

Nos despedimos y seguí mi camino. Abordé el camión que me dejaría a un par de calles de mi casa. Me había sentado en la parte posterior pero a los pocos minutos le cedí mi lugar a una pobre anciana que llevaba consigo un enorme bolso color escarlata. Estuve de pie todo el camino, pensando en miles de cosas y a la vez en ninguna. Me quedé cautivado mirando el helado asfalto aquella tarde lluviosa, hasta que un brusco movimiento me despertó del trance. Ya me había pasado de mi destino.

Tuve que caminar casi ocho cuadras bajo la lluvia, pero lo disfruté.

Cuando me aparecí por esa vieja puerta encontré a mis padres comiendo. Mis hermanos no habían llegado aún, y yo, aunque moría de hambre, debía tomar una ducha antes que nada.

Saludé y me dirigí sagazmente al baño, me deshice de mis húmedas prendas y me relajé bajo el agua caliente por un buen rato. Me tardé más de lo usual: me había quedado pensando otra vez. Confieso que me hubiera tomado más tiempo si no fuera por lo hambriento que estaba. Mejor me apuré, me vestí y bajé corriendo al comedor. Mi padre ya se había retirado de la mesa, y mi madre me esperaba con la comida servida.

Estuvo sentada a mi lado, viéndome comer, con una mirada curiosa. Creo que quería preguntarme sobre mi día, pero a la vez no quería interrumpirme. De todas formas le platiqué un poco sobre mis clases y demás, entre bocados.  Al terminar, ella recogió mis platos y se fue a la cocina. Entonces recordé que tenía mucha tarea para el día siguiente. Era martes, martes ocho. Habían pasado ya siete meses desde que ella le dijo que sí.

Me apuré con mis obligaciones académicas y entonces, cerca de las diez de la noche, me senté frente a la computadora, aprovechando que nadie la estaba utilizando. Me conecté a internet, abrí el programa de mensajería instantánea y vi que tanto él como ella estaban en línea.

Platicando con ambos descubrí algo extraño: él la estaba ignorando. Le pregunté el porqué y me dijo que simplemente ya no podía más. Ella estaba como molesta, y al final se desconectó sin despedirse, y a los pocos minutos él le siguió. Al final yo terminé haciendo lo mismo. Me fui a dormir.

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2011 Derechos Reservados © Daniel Reynoso Gállego