Memorias de un Primer Amor [2]

Memorias de un Primer Amor
Capítulo Anterior: [1] DIECIOCHO

Capítulo 2: Doce

Ha pasado un año desde que ella le dijo que sí, desde que sus miradas se llenaron de luz y sus corazones se sincronizaron: habían encontrado el amor. Apenas se conocían cuando él, dejándose llevar por la voz en su interior, le confesó sus profundos sentimientos. Magia surgió entre ellos, jóvenes amantes.

Hoy los ojos de aquel tímido chico se cubren de sombra y espesa neblina; un denso vacío habita su pecho.

Se levantó temprano como siempre. No mostraba ímpetu, no tenía razón para despertar cada mañana. Vivía en helada soledad desde tiempo atrás, cuando el milagro se desvaneció. Se movía sólo por inercia. Era jueves.

Fue a la escuela, tomó sus clases y dejó que los minutos y las horas se escurrieran entre sus dedos como agua. Entonces llegó el final y el momento de volver al hogar. Estaba solo cuando decidió partir. Tomó el mismo camión de siempre. Subió lentamente, procuró al chofer tres pequeñas y sudadas monedas y se desplazó hasta la parte de atrás, tomando asiento justo en la esquina, contra la inmensa y averiada ventana donde miles de pasajeros habían recostado sus exhaustas espaldas.

Veía sin mirar a través del herido cristal, abrazando su mochila en el pequeño espacio que tenía. Casi no había coches en las calles, y el camión se desplazaba audazmente entre los otros vehículos. El tiempo pasaba lentamente y él, como ya últimamente no procuraba hacerlo, pensaba en ella.

Llevaba días, semanas, meses, tratando de no recordar aquello tan maravilloso, aquello que ya había terminado. Luchaba por mantenerse con la frente en alto. Siempre me decía que quería superarlo, dejar todo atrás, pero simplemente era incapaz. Incluso me llegó a decir, más de una vez, que ya se había sobrepuesto. Al principio le creí.

Ha pasado un año” pensó de pronto mientras veía su desaliñado reloj, atado fuertemente a su muñeca izquierda junto a una vieja cicatriz. Cerró sus ojos. El sol ardía magnificente, el viento golpeaba con fuerza; un pequeño zapato azul oscilaba sin piedad y los descuidados frenos crujían estruendosamente.

El semáforo brillaba en carmesí cuando el caos comenzó. Un amargo rechinido metálico reverberó desde lo más hondo. Todos los pasajeros intentaron aferrarse a la estructura en el momento del impacto. Él abrió sus ojos de golpe, con violencia, como después de un pavoroso mal sueño. Su mirada mostraba un brillo peculiar, y una tibia gota de sangre brotaba de entre sus labios.

Entonces descubrió la verdad: una espesa varilla de acero le atravesaba por el pecho. Un horrendo dolor le acogió de pronto: todo se empezó a poner gris; su corazón martillaba con violencia, cada vez más y más fuerte. No podía moverse, le costaba trabajo respirar. Estaba aprisionado entre el desquebrajado vidrio a sus espaldas y el arruinado asiento de enfrente que, afortunadamente, nadie ocupaba.

No gritó. Parecía tan tranquilo, tan sereno, aunque su mirada reflejaba una profunda desesperación; no quería morir, no así.

Entonces, con las pocas fuerzas que aún conservaba, deslizó la mano dentro de su bolsillo derecho y extrajo lentamente su teléfono celular. Lo abrió, y, sin estar muy seguro de lo que hacía, escribió en ensangrentadas teclas una nota que habría de enviar justo antes de perder el conocimiento.

Ella estaba en casa, recién había llegado. Pasaron varias horas antes de que descubriera un mensaje nuevo en su teléfono móvil, un mensaje que trazaba inocentemente las palabras que a esas alturas le incomodaba recibir de él. Se exaltó un poco. Incluso se molestó, pero trató de no darle importancia.

El viernes se despertó con cierta ansiedad. Fue a la escuela. Sabía que se lo encontraría en los pasillos, y no estaba segura de lo que haría entonces. Habían acordado ser sólo amigos, y todo parecía bien, al menos para ella. Pero esas palabras que alguna vez se susurraron al oído estaban ahora fuera de lugar.

Después de pensarlo un rato decidió no mencionarle nada cuando se topara con él. Pero ese momento nunca llegó. No se apareció, nadie lo había visto. Incluso me preguntó si sabía algo de él.

Pasó el fin de semana. El lunes se levantó con más desasosiego del que podía disimular. No lo entendía. Ya no sentía nada por él. ¿Por qué no dejaba de pensarle? Ese día la noté extraña, perdida. Todo era culpa de aquel pequeño mensaje que terminaría leyendo cada día, por el resto de su vida. Estaba nerviosa. Quería encontrárselo, aunque no sabría qué decirle. Pero tampoco lo vimos. Fue entonces cuando, desesperada, le marcó al celular, sólo para descubrir que estaba fuera de servicio. Horas después llamó a su casa, y entonces se enteró: había tenido un accidente y estaba en el hospital.

Su incertidumbre se convirtió en aplastante angustia. Un agudo dolor inundó sus entrañas. Comenzó a temblar por la pura impresión de semejante noticia. Incluso vomitó.

Pasaron tres días antes de que pudiera verle. Lo miró a través de un espeso vidrio, recostado inmóvil en una cama de cuidados intensivos. Se quedó en la puerta por varios minutos, sin saber qué hacer. Un inquietante silencio se extendía de pared a pared, interrumpido únicamente por un sonido electrónico que coincidía con un impulso en una gráfica digital.

Antes de entrar le informaron de su condición: tenía una severa herida pulmonar, por lo que necesitaba respiración artificial. Una serie de curaciones cubrían su pecho. Él yacía ahí, casi inerte, con los ojos cerrados. Ella se le quedó viendo, con una terrible sensación atascando su garganta. Se acercó lentamente y tomó asiento a su lado. Lo miró al rostro, colocó sus delicadas manos sobre aquella herida piel, y, sin querer, recordó aquel gran día, doce meses atrás.

De pronto algo cambió: él se movió. Ella alzó la mirada, perturbada, emocionada. Él abrió los ojos y la miró. Ella reflejaba una profunda angustia. Él trazó una leve sonrisa. Ella trató de seguirle. Se miraron profundamente a los ojos por incalculable instante, hasta que él hizo un esfuerzo y le preguntó: “¿Recibiste mi mensaje?”. Ella se quedó sin aliento. “Tranquilo. No hables. Necesitas descansar” le respondió nerviosa. Fue entonces que aquel constante sonido digital comenzó a acelerarse, cada vez más. Ella se asustó. Él la miró fijamente, la tomó de la mano y le repitió con una frágil y cansada voz aquel pequeño texto: “Aún te amo”. En seguida los ojos de ella se humedecieron, y justo cuando sus labios se preparaban para esbozar una respuesta, él la interrumpió con las pocas fuerzas que le quedaban: “cuídate mucho, linda”, le dijo él, justo antes de que aquella acelerada gráfica se convirtiera de pronto en una eterna línea horizontal, acompañada por un constante y discordante sonido de paz.

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