Capítulo 1: Dieciocho
Hoy se cumplen ya seis meses desde que él se marchó, desde que su cuerpo perdió la calidez y sus ojos cedieron su brillo. Ya no está aquí, se ha ido para siempre, y ella no puede dejar de pensarlo en cada respirar.
Esa mañana se levantó con una delicada lágrima en su mejilla: había soñado con él otra vez. No podía dejar de pensar que esa persona tan importante la había abandonado para jamás volver. El pensamiento era simplemente insoportable. De momentos sólo añoraba mirar una fotografía suya, de ellos juntos, pero era imposible; nunca se retrataron. Ella nunca quiso.
Se alistó rápidamente, como cada mañana, mientras intentaba sacarle de su mente sin éxito. Apenas una semana antes habían concluido las vacaciones y un nuevo semestre comenzaba ya en la universidad. Pero las cosas no eran las mismas, no sin él.
No fue sino hasta llegar a la escuela y encontrarse con nosotros que se dio cuenta de la fecha. Sus amigos mostrábamos una profunda y taciturna tristeza en nuestros rostros. Ese día era el cumpleaños de él. Justo veinte años atrás nuestro ahora ausente amigo había llegado al mundo. Increíble pensar que no vivió para cumplirlos y celebrar con nosotros.
Después de unos minutos cada quien tomó su camino; todos excepto ella. Partimos rumbo a nuestras clases, tratando de olvidar por un momento la melancolía y mirar hacia adelante, o al menos eso hice yo. Ella se quedó allí, en medio de la soledad por un momento, inerte, de pie en la explanada sin nadie a su alrededor.
Una vez más una tremenda aflicción la inundó por completo, ese horrible frío que la había estado abrazando desde que él partió. La desesperación fue tan grande esta vez que ella simplemente no pudo más. Se derrumbó. Cayó sobre sus rodillas, clavó sus manos en el concreto y dejó que su mirada se nublara por el abundante llanto.
No sabe cuánto tiempo estuvo allí, pero al final logró incorporarse y soportar hasta el final del día, hasta el momento de volver a casa. Recuerdo haberla visto a lo lejos justo cuando se marchaba. Se veía demacrada, acabada, con la mirada clavada apenas pocos centímetros frente a sus lentas pisadas.
Se sentía terriblemente agotada cuando abordó el camión que la llevaría a su hogar. Caminó hasta el fondo y tomó asiento en la esquina, la misma esquina donde él habría encontrado su final apenas medio año atrás. Miraba por la ventanilla con sus hermosos ojos castaños, cautivada por las suaves gotas de lluvia que acariciaban el asfalto.
De pronto, a mitad del recorrido, se levantó sin pensar y abandonó el vehículo. Se había bajado mucho antes de llegar a su destino, pero había una razón: en esa calle vivió él. Caminó casi inconscientemente hasta su puerta, y se quedó ahí de pie contemplando la ahora marchita fachada del incompleto hogar donde nostálgicos padres lloraban aún a su hijo perdido. Él se había ido y jamás regresaría.
Se quedó en la entrada por un tiempo indefinido, hasta que el oscuro cielo y el helado viento la despertaron del trance. Entonces volvió a casa.
Llegó tarde, y subió directo a su habitación. Atravesó lentamente las escaleras, cruzó la puerta y cerró con delicadeza. Apenas podía estar en pie. Con esfuerzo dio un par de pasos y se dejó caer precipitadamente sobre su cama, la cama donde había soñado con él. Abrazó su almohada firmemente y por primera vez en su vida lloró con todas sus fuerzas, sin contención. Dejó fluir aquel tremendo torrente de dolor, de desesperación.
No se movió de ahí en varias horas. Yacía en medio de la oscuridad, apenas cobijada por la caricia lunar que se colaba por su ventana. Estaba exhausta, cansada de llorarlo, harta de saber que él se había ido.
Después de un rato escuchó varios sonidos en la estancia de la casa: una puerta, pasos, voces. Sus padres habían llegado. Ella simplemente se quedó en la penumbra, quieta, arrullándose con su lenta respiración. Sus tersas manos seguían frías, pero ya no temblaban.
Ya no estaba triste, estaba enojada. Estaba furiosa con él; no podía entender por qué tenía que morir. O tal vez estaba enfadada consigo misma, por no haberle dicho a tiempo aquellas palabras. Pero ya no tenía caso seguir así. «El pasado ya está hecho y no hay marcha atrás», se decía siempre a sí misma.
Se levantó y se dispuso a encontrarse con su familia, cuando súbitamente una tibia ventisca se escurrió al interior de la habitación. No tenía sentido: la ventana estaba cerrada.
Había algo peculiar en aquel fugaz fenómeno. Cuando pasó por su tez, un extraño hormigueo invadió todo su cuerpo, dejándola absorta. Sólo se había sentido así una vez, pero habían pasado ya dieciocho meses desde entonces. Sabía que era algo especial.
Entonces volvió en sí y notó algo curioso: su cajón estaba abierto y había un pequeño trozo de papel en el piso. Ella lo tomó y lo presionó cariñosamente contra su pecho, con una ligera sonrisa. Era la carta que él le escribió después de su primer mes juntos. La abrió lentamente mientras pensaba en sus manos, y la leyó atenta.
Terminó. Se puso de pie, insegura, emocionada, y miró en todas direcciones, como buscando algo. Susurraba débilmente el nombre de él mientras sus ojos se humedecían de nuevo. Entonces corrió hacia la ventana en desesperación, la abrió de golpe y, con un nuevo resplandor en su mirada, con un nuevo brío en su dulce voz, gritó al infinito con todas sus fuerzas: “yo también”.
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2011 Derechos Reservados © Daniel Reynoso Gállego
Me gusta la forma en las cual narras la historia aunque me parece un poco triste porque no da oportunidad a que ella pueda reencontrarse con el y quizá ser felices, me gusta la forma en la que vas contando la historia al leerla me da una tristeza como si me sintiera la protagonista.
Me gusta como va quedando estaré al pendiente de la historia, grax por compartirla
Muy buen trabajo Dan! 😀
Gracias. 🙂