Cada vez que una persona que originalmente nos era desconocida aparece en nuestras vidas, cada vez que conocemos a alguien, sin importar las razones, los contextos o los lugares, cada vez que descubrimos un nuevo rostro, cada vez que miramos en lo profundo de unos ojos por primera vez, formamos un fino y grácil lazo que nos unirá, de ahí en adelante, con ese ser.
Conforme convivimos con esa persona, conforme trabajamos hombro con hombro, y conforme compartimos los abundantes momentos de la vida, vemos que ese delgado hilo comienza a reforzarse, poco a poco. Comienza a engrosarse.
Hay conexiones que permanecen débiles y que se quiebran con el simple paso del tiempo: personas con las que meramente compartimos instante y espacio; compañeros, meros conocidos. Pero hay vínculos que llegan a volverse realmente macizos, robustos: los amores, los grandes amigos, los hermanos.
Ese angosto filamento llega a convertirse en una imponente y sólida cadena, una unión fuerte y poderosa, duradera.
Pero hay una trampa.
Esas ataduras que nos unen, que nos vinculan con nuestros amigos, con las personas que amamos y que nos aman, a pesar de parecer enormemente resistentes e imperecederas, no lo son. Están hechas de un material quebradizo, muy fácil de destrozar.
Ese es el truco, esa es la mala broma. A pesar de que el lazo incremente su espesor, a pesar de que aparente ser perpetuo, sigue siendo frágil, volátil. Las vueltas de la vida, el pasar de los años, el entorno, los malentendidos, cualquier cosa puede romper el eslabón, ya que, por su naturaleza, toda conexión existe y depende de dos puntos, y nosotros, al estar únicamente en uno de los extremos, jamás podremos asegurarnos de que dicha unión se conserve a pesar de todo, y siga creciendo hasta el final de los tiempos.
No existe relación humana tan sólida como para no irse irreversiblemente por la gárgola de la perdición.
En efecto, tienes razón en esto..