Capítulo Anterior: [11] REVIVIENDO EL MILAGRO
Capítulo 12: Dudando
Los días pasaron, las semanas, los meses. Las cosas habían cambiado mucho respecto a sus primeros encuentros. Esta vez existía un fuerte lazo que los unía: el sentimiento.
Se veían con frecuencia, aunque, por el cumplimiento de su promesa, debían hacerlo en el bosque, en la noche, o al menos eso decía él. Ella era feliz, de nuevo. Iba a verlo pasado el atardecer al mismo lugar donde se cruzaron sus miradas la primera vez. Conversaban por horas, hacían música juntos, se tomaban de la mano. En ocasiones, cuando ella no podía salir, él se aparecía en su ventana, por la noche, le regalaba una flor azulada y le robaba un dulce beso.
Por mucho tiempo ella le dijo que lo amaba, pero él no era capaz de corresponder. No podía amar.
Esa había sido una de las razones por las que él se fue en primer lugar. Debía encontrar de nuevo una ruta hacia su propio corazón.
Una noche, una fría noche de invierno, él tocó a su ventana cerca de las doce campanadas. Ella le abrió y le permitió entrar, de prisa, ya que la nieve era arrastrada hacia el interior con rapidez.
Pasaron un par de horas juntos, reviviendo el milagro. Ella le dijo que quería pasar la navidad con él. “No puedo” respondió. “Debo vigilar el bosque. Sabes que mi tarea es muy importante. No soy sólo tu guardián. Lo soy para todo el pueblo.” Ella bajó la mirada, decepcionada, aunque en el fondo sabía que, tal vez, él tenía razón.
“Debo volver” dijo mientras se ponía de pie. “Pero antes, hay algo que quiero decirte”. Ella se levantó también. Se quedaron en silencio. Estaba atenta a su salvador, quien se mostraba algo nervioso, dudoso.
“Te amo”, proclamó finalmente. “He logrado amar. Puedo amarte.” Ella se mostró seria por un instante. Luego le besó, le abrazó con fuerza y le dijo con una sincera pero tímida sonrisa: “Yo también.”
Pasó la primavera, el verano. Ellos seguían celebrando su amor. Los inmemoriales robles eran cómplices de esa llama que ardía en sus corazones. Las estrellas eran su guarida, la luna su celadora.
El tiempo pasaba y su conexión era cada vez más fuerte. Él estaba seguro de que ella era la mujer de su vida. Pero algo no marchaba bien. Ella comenzó a dudar.
De momentos, en su soledad, empezaron a surgir inquietudes, dilemas. Estaba contenta con él, pero de alguna manera sentía como si se hubiera topado con una enorme muralla que le impedía entregarse completamente a su emoción. Ella quería tenerlo siempre a su lado, pero era imposible. El bosque, el mismo que los unió al principio del camino, era ahora lo que los mantenía alejados el uno del otro.
Sabía cómo eran las cosas, conocía la situación. Pero estaba exhausta, fatigada por la distancia, por las barreras. De momentos pensaba que estaba siendo egoísta, por quererlo para sí, sólo para sí. Su amor por él se estaba viendo obstaculizado por cosas que simplemente no entendía.
Cada mañana, cada vez que ella era abrazada por la soledad, estos pensamientos volvían a inundar su mente. Y cada vez las dudas eran más intensas, más serias. Se preguntaba a sí misma, si él la amaba tanto como decía, ¿por qué no podía salir de la frondosidad a buscarle? Ella tenía tantos planes, tantos deseos. Quería presentarlo a sus padres; quería que conociera a sus más cercanas amistades; quería caminar con él, a la orilla del río, bañados por la calidez del sol; quería verle el rostro a la luz.
Estaba cansada de buscarle. Casi siempre era lo mismo. En muchas ocasiones deseaba que, de pronto, él apareciera sin más y le dijera: “te extraño”. Cada vez que alguien tocaba a la puerta, muy adentro, ella tenía la esperanza de que fuera él.
Comenzó a mostrarse un poco más fría, más seria, cuando estaban juntos. Pero él nunca lo notó. Ella había comenzado un proceso dentro de sí que sabía no tendría un buen final. Seguía dudando, cada vez más, hasta el punto de no estar segura de que eso que sentía por él, era amor. Sus sentimientos habían cambiado.
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2011 Derechos Reservados © Daniel Reynoso Gállego
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