La Mantícora [9]

La Mantícora
Capítulo Anterior: [8] ROMPIENDO EL ESPEJO

Capítulo 9: Saliendo del Abismo

Esa fue la última vez que lo vio. Por días, semanas enteras, ella fue a buscarlo al bosque, a todas horas, pero nunca lo encontró. Era como si simplemente se hubiera esfumado de la tierra.

La gente del pueblo seguía desapareciendo, cada doce lunas.

Cada noche, cada vez que estaba sola en su habitación y miraba hacia la ventana, lo veía ahí, diciendo adiós, marchándose. No podía alejar de sí aquella visión, aquel rostro tan amado, perdiéndose en las sombras. Y siempre que recordaba, siempre que su imagen se presentaba ante sus ojos, le era imposible contener el llanto. Había perdido lo que más quería en el mundo y no estaba segura de porqué.

Se le veía caminar por el pueblo, sin rumbo, como un alma en pena sollozando bajo un cielo sin estrellas. Casi no hablaba, casi no reía. Parecía como si una oscura y densa nube se deslizara vertiginosamente sobre su cabeza, siguiéndola a cada rincón.

Verla así me fracturaba el corazón.

Una contundente batalla se libraba en su interior. No quería rendirse, no quería olvidarle, pero por otro lado, muy en el fondo, sabía que todo estaba perdido. De momentos obtenía fuerzas para continuar, para levantar la frente y seguir adelante. Pero también llegaba a terminar ahogada por una sensación de derrota.

Sabía en lo hondo que debía continuar, salir del abismo. Lo correcto era dejar atrás el pasado y retomar su camino. Pero no era fácil. Nunca lo es.

Pasaron varios meses. Las misteriosas desapariciones cesaron. Las aguas se calmaron. Ella estaba más serena, más brillante. Leía más que nunca, e incluso había comenzado a escribir su propio libro. Ahorró algo de dinero y compró un organistrum, y aprendió a tocarlo. Procuró mantenerse ocupada, concentrada en otras cosas, evitando así que su pasado la acosara. El recuerdo de él, de ellos, era cada vez más tenue, más turbio. Estaba decidida a dejar todo atrás, y lo estaba logrando, día a día.

De vez en cuando se veía tentada a buscarle, a entrar en el denso boscaje y sentarse de nuevo en aquella roca. Pero ya no le encontraba sentido. Ya no. Sabía que lo mejor era olvidar.

De momentos lo imaginaba muerto. Era mejor así.

La Mantícora

Cada vez eran menos los pedazos que quedaban por recoger. La vida recobraba poco a poco su calidez y su color. Ella estaría bien.

Pero un día, a mediados del verano, cayó enferma. Mostraba fiebre y dificultad para respirar. No podía dormir. Pasaba todo el día en cama, temblando, alucinando. Comía poco y su cuerpo no respondía a las hierbas medicinales ni a las bendiciones del obispo. Sus padres no sabían qué hacer.

Entonces, una mañana de aquellas, la madre entró en su habitación y encontró que la ventana estaba abierta. Al acercarse para cerrarla, tropezó con algo: una nota en pergamino acompañada de una rosa azul.

Ella parecía estar durmiendo, así que procuró no despertarle. Se sentó frente al tocador, abrió lentamente el documento y leyó. Contenía precisas instrucciones para preparar una extraña infusión cuyo ingrediente principal serían los pétalos de aquella flor añil.

La señora, desesperada por la condición de su hija y dispuesta a cualquier cosa para salvarle la vida, se llevó aquella delicada planta a la cocina del castillo y preparó la poción. Pocas horas después volvió, se sentó junto a la chica, ahora despierta pero convaleciente, y le dio de beber. No habría de exhibir cambios hasta el día siguiente, así que sólo quedaba esperar.

Le dijo que descansara, besó su frente y salió del recinto, con la taza vacía en una mano y el trozo de pergamino en la otra. Bajó las escaleras, encendió una vela y volvió a leer. Encontró una nota al final que no había visto antes. Entonces, un poco desconcertada e insegura, acercó un ápice de la hoja a la frágil llama que le daba luz y dejó que el manuscrito ardiera lentamente hasta su extinción.

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2011 Derechos Reservados © Daniel Reynoso Gállego

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