Es una pregunta bastante crítica y pertinente. ¿Por qué escribo lo que escribo?
Es fácil darse cuenta de que, en mi literatura, en mis reflexiones, en mis versos y mi prosa, impera un estilo pero también una gélida temática: la desolación y la desesperanza.
Cualquiera que leyese mi obra escrita y no advirtiese de mí más que todas estas palabras aquí plasmadas podría adoptar una imagen terriblemente equivocada de lo que soy y de lo que experimento día con día. Sólo es necesario otear unas cuantas páginas de mi letra para asumir que soy una persona afligida, empapada de miseria, decepcionada de la vida, solitaria y menospreciada.
No puedo negar que mis textos están plagados de soledad y tristeza, y no podría culparte por engendrar en tu mente dicha suposición. Pero la verdad es que no es así.
Entonces, ¿por qué escribo tantas cosas tristes? ¿Por qué tanto pesimismo, tanto sufrimiento, tanta agonía?
El asunto es simple; no suelo redactar con todo mi ser, sino solamente con una pequeña fracción, aquella que padece.
Es bien sabido que todos necesitamos desahogarnos de alguna manera cuando experimentamos situaciones difíciles o sentimientos liosos. En mi caso, es mediante la palabra escrita que he encontrado una forma de sobrellevar las adversidades del corazón. Cuando se anida en mi interior una sensación lacerante, como la melancolía o la desilusión, suelo escribir. Reúno las dolencias, les doy estructura y las vierto en el papel, y es entonces, hasta cierto punto, que abandonan mis entrañas y cobran vida propia, fuera de mí.
En muchas ocasiones, me limito a describir lo que me aqueja, o reflexionar sobre ello. En otras, cuando la inspiración es copiosa, intento convertir mi desconsuelo en pequeños escenarios o historias.
La vida en sí no es miseria y sufrimiento, pero sin duda nadie está exento de experiencias dolorosas y hórridos desengaños. Y cuando dicha oscuridad inunda nuestro pecho, sólo nos resta elegir entre dos senderos: perecer entre sus afiladas fauces o reunir fuerzas y deshacernos del desasosiego.

