Alguien Mejor

Cuando ella llegó a casa lo encontró allí, tirado contra la pared, sentado sobre una creciente mancha de tibia sangre. No importaba cuán fuerte presionara la exorbitante herida, el carmesí no paraba de brotar de su maltrecha y profunda lesión. Ella dejó caer sus llaves y corrió desesperada hacia él, gritando su nombre. No paraba de preguntarle lo ocurrido, pero él no podía más que yacer allí,  resollando con suma dificultad, mientras agotaba sus últimas fuerzas manteniéndose despierto, vivo. Ella quiso ayudarle, pero lo único que logró fue mancharse las manos de ardiente escarlata; de inmediato comenzó a llorar.

La aflicción y la angustia perfumaban el aire. Entonces, de pronto, él templó su respiración y, con una formidable e inigualable serenidad, con profundo sosiego, la miró fijamente, como si se hubiera olvidado, por un instante, de que se le estaba yendo la vida vertiginosamente. Sus pupilas reflejaron radiantes una vez más aquella profunda nobleza cetrina de la que ella se había enamorado hacía un par de años atrás.

Ella entonces lo miró de vuelta, con sus bellos ojos ahora completamente cristalinos, empapados. La vida de su amado se extinguía con vehemencia y era ya demasiado tarde para impedirlo. Cuando él por fin reunió el aplomo y la fortaleza necesarios, pocos segundos antes de dejar caer sus párpados por última vez, separó ligeramente sus sangrientos labios y le susurró con insufrible dilación: «espero que algún día encuentres a alguien mejor que yo, y seas muy feliz«.

Con el tiempo, así fue.

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