Vaya situación tan excepcional, tan insólita, cuando arribaron los veteranos, a quienes por supuesto nadie había visto en ya varios años, y, acercándose a mí con una indiscreta y audaz sonrisa lastimera, me introdujeron con su más fresca camarada, la virtuosa muerte, con singular arrebato. Un tremendo desasosiego heló mis consumidos huesos: no sabía si lo correcto era saludarle de beso o estrechar solamente su famélica mano.