Regresé al hotel con las pocas fuerzas que me quedaban, temblando de angustia; apenas y podía estar de pie. Fue difícil atravesar las puertas del vestíbulo en medio de la noche: me ardía terriblemente la cara y todo se veía extremadamente borroso. La verdad no sé si había alguien allí que me hubiese visto, y en realidad ni siquiera me importó. Avancé con dificultad hasta el ascensor y presioné el botón con fuerza, pero al final preferí subir por las escaleras ya que no podía soportar la amarga espera.
Caminé sin mirar atrás, me detuve frente a la puerta 203 y busqué en los bolsillos de mi gabán por la llave del cuarto. Mi respiración se hacía cada vez más intensa y mis ojos custodiaban desenfrenadamente ambos lados del pasillo. Me tomó más de un minuto abrir y entrar, ya que no podía concentrarme siquiera. En cuanto lo hice, cerré de golpe con mis cansadas espaldas y me dejé caer sobre la cálida alfombra. Entonces comencé a llorar.
No tengo idea de cuánto tiempo estuve ahí en la penumbra drenando mi desesperanza; se me hizo simplemente eterno. Ya había dejado de temblar cuando intenté levantarme, pero no tuve éxito. Entonces me arrastré hasta el lavamanos y allí me incorporé. Me coloqué frente al sucio espejo y encendí la maldita luz. No pude evitar mirar mis ojos negros, mi espesa sotabarba casi alba y los agudos pliegues de mi veterano semblante. Sentí por un minúsculo instante una profunda quietud en mi interior, pero se desvaneció cuando miré mis ancianas manos.
Al ver toda esa sangre no pude evitar volver el estómago; me llegó un hedor insoportable, como a muerto. Abrí las llaves de agua y traté de quitármelo de encima, pero el carmesí no se iba, no me soltaba. Terminé metiendo mi cuerpo entero a la regadera. Estaba tan exasperado, tan exhausto. Silencié mi mirada y me dejé llevar por el sonido del agua corriendo, por la sensación de las gotas estallando con violencia contra mi fatigada y áspera piel, mientras mis ojos se humedecían de nuevo.
Creo que estuve allí un par de horas, pero no puedo estar seguro ya que había perdido el precioso reloj que me vendió aquel misterioso sujeto apenas dos semanas atrás, cuando recién bajaba del tren en este fatídico pueblo. Busqué una camisa limpia y me alisté lo más rápido que pude; debía marcharme esa misma noche.
Al final, faltando poco tiempo para el amanecer, tomé mi viejo abrigo de lana y mi sombrero borsalino y caminé hasta la puerta, completamente arrepentido, y con la intención de jamás volver. Una vez más metí las manos en mis bolsillos, ahora tratando de encontrar mis cigarros, pero en su lugar hallé aquella fina pluma fuente, cubierta con su sangre. Nunca antes había matado a una mujer.