La luz se colaba sutilmente entre los viejos leños, el gélido viento invernal sacudía el desvencijado pórtico de la apartada cabaña.
Una humilde mesa descansaba eternamente en el centro, y sobre ella dormitaba una albina candela, opaca y desfigurada.
Un par de platos sucios reposaban junto a la pila, mientras un goteo inclemente emanaba de un oxidado grifo de agua.
Los sonidos del bosque reinaban noche y día en el exterior, al contrario de la extrema quietud siempre sellada en el interior.
Tres vetustos cuadros pendían torcidos de la pared, dos bellos paisajes y el retrato de una hermosa mujer.
La nieve se acumulaba lentamente al filo del portón, borrando poco a poco las viejas huellas. Un sucio abrigo colgaba denso junto al sillón, frente a un pequeño velador de madera sobre el cual vivían un aciago vaso de cristal con vestigios de un trago amargo, una formidable carabina Winchester 86, cargada, un montón de papeles destrozados y un ramo de secas y marchitas flores de la montaña.
Y a un costado, sobre el enmohecido piso de pino, yacía en profundo sepulcro la figura de un sujeto, un solitario y abandonado cuerpo, álgido, rígido.
Nadie sabe quién era aquel fallecido individuo, cuándo dejó de respirar ni por qué. Y nadie lo averiguaría jamás. Nadie se acercó a mirar siquiera, nadie tocó a su puerta o miró por su ventana. Nadie halló nunca aquella escena tan triste, tan infausta.
El cuerpo sigue allí, inmóvil, monumental, velando el viejo hogar, perpetuando el eterno silencio, sin memoria, sin pasado, sin tiempo. Descansa ahí, serio, taciturno, aferrado a su soledad, a su identidad perdida, olvidada, aguardando, esperando con ansias a que arribe el mensaje que nunca fue enviado, a que aparezca el rostro añorado jamás encontrado, anhelando que alguien sujete con fuerza su mano, la ahora frígida mano del hombre jamás evocado.