No recuerdo mi motivación o mi propósito, ni cómo llegué a aquel lugar, pero ahí estaba yo, perdido en la inmensidad de la vieja fábrica abandonada, tratando de hallar las respuestas a preguntas que no habían sido aún formuladas.
Es difícil olvidar la peculiar atmósfera del misterioso encierro. Me veía rodeado de altísimas paredes, escabulléndome entre imponentes estructuras metálicas amorfas cuyas sombras proyectadas monstruosidades figuraban.
Al yacer ahí sin una dirección hacia la cual partir, completamente asfixiado por la solidez del lúgubre caos de polvo oxidado, decidí que sería buena idea mirarlo todo desde lo alto. Escalé cuidadosamente aquella enorme e inestable montaña de ajados paños que se alzaba majestuosa sobre un gran contenedor férreo.
Al llegar a la cima pude alcanzar la rígida soga que pendía libre de una serie de poleas sujetas del perpetuo techo de lámina y varilla. Me sujeté con fuerza y me balanceé torpemente tratando de alcanzar una altísima serie de estantes apilados, llenos de miles y miles de artilugios deformes.
Recuerdo la vista, no olvido el frío.
Revivo los aromas, me inunda un brío.
Pero no oigo nada, todo es tan sombrío,
como si reinara un vasto y denso vacío.
Atravesé los entrepaños con cuidado, sujetándome fuertemente de la débil estructura, procurando no dejar caer ningún artefacto de las repisas. Me recuerdo distraído, camuflado, fundido con las nostálgicas ruinas, rodeado de tristes grises, de pesadas sombras. De pronto noté algo fuera de lugar, un punto de inverosimilitud en el velado escenario: una luz, un humilde resplandor dorado allá en lo profundo, de vuelta en el fondo, del otro lado de la muralla de baratijas.
No estoy seguro de cómo fue, pero de alguna manera me abrí paso hacia la parte inferior, descendiendo con tenacidad y cautela. Al final mis pies tocaron de nuevo el húmedo e inmundo suelo y entonces la vi.
Sentada en una pequeña silla frente a un escritorio estropeado, encadenada al mobiliario, cautiva, con una sutil flama iluminando parcialmente su ya marchito rostro, estaba la mujer más bella que hubiese visto jamás. Se notaba ocupada, concentrada en algo que me siento incapaz de describir.
Me acerqué lentamente a su lado, en completa contemplación silenciosa, mientras ella continuaba dedicada a su desconocida labor. Entonces, de pronto, me miró.
Debo confesar que me perdí profundamente en su mirada, por un tiempo eterno que nunca volverá. Una terrible melancolía me invadió cuando sus cristalinos y opacos ojos, grises como todo lo demás, me aprehendieron.
Se puso de pie, suavemente. Tomó mis álgidas y heridas manos y en ellas alojó un pequeño trozo de papel. Yo, sin la más remota idea de lo que estaba aconteciendo frente a mí, solamente di un paso hacia atrás, revertí los delicados dobleces y leí.
De pronto sentí como si todo, absolutamente todo, hubiera cobrado sentido en mi vida por primera vez. Una sensación de vasta y perfecta consumación me sedujo repentinamente, aunque no tengo clara la razón.
«Salida del tren ilusorio, 18:06» decía la resquebrajada nota con inusitadas y ásperas letras. Sabía que debía apresurarme. Quedaba poco tiempo.