El Señor de las Llamas

Hace un tiempo me preguntaste por qué se elevaba la temperatura cuando nos acercábamos. Te diría que la explicación es muy simple, y que ya te la había esbozado cuando quisiste saber por qué nos daba frío. Te diría que la causa es ese fuego que yace en nuestro interior. Ese fuego que cada uno trae consigo, en lo más profundo, y que se balancea suavemente con la calidez de nuestra mirada. Te diría que, cuando dos fuegos se juntan se desencadena una reacción, una reacción que depende del color de las flamas. Hay colores que no se mezclan. Nuestros matices se funden sin más, en perfecta admiración.

Te diría todo eso, pero la verdad es más profunda. Hay algo más allá, una explicación subyacente, más audaz.

Es curioso notar que tanto el frío como el calor nos acosan al hacer uno nuestro espacio. Es interesante saber que los extremos convergen en algún lugar.

La verdad es que existe una lucha, un duelo eterno, una batalla sin final, que está destinada a nunca levantar un ganador.

Ella sopla, y él arde.

Tú sabes bien quién es esa mujer, esa tímida y sollozante criatura que nos observa desde lo alto. Te he contado sobre ella. La dama de las estrellas, reina del firmamento, desolada amante.

No conoce el fuego. Nunca ha podido experimentarlo. Puede verlo en nosotros sus hijos, y queda encantada ante el fascinante espectáculo de luz e intensidad que surge de nosotros dos. Se conmueve y a la vez se muere. Muere por no poder tener para sí ese calor.

Él vive del fuego. Él vive en el fuego.

Desde los inicios se ha sabido de su presencia en el dorado elemento, y se le han puesto miles de nombres. Probablemente tenga uno, uno genuino, ajeno a nuestra lengua. Pero lo llamamos el señor de las llamas.

El señor de las llamas vive en todas partes. Vive en la punta de cada vela, en lo más alto de los furiosos templos, en el brillo de la mañana. Pero lo más importante, vive en cada uno de nosotros, en nuestra flama.

Mira a través del fuego, le da energía, lo abraza. Yace en su interior y acaricia su ardiente fortaleza, su humilde flaqueza.

El señor de las llamas le da la vida a nuestro calor, a nuestro amor. Con su mística brocha da tinte a nuestras flamas, a nuestro corazón. Celebra ese ritual, explota en dicha cuando juntamos nuestros labios, cuando nos tomamos de la mano. El señor de las llamas está aquí.

Ella no sabe de él. Ignora su existencia. Pero él sabe de la dama de las estrellas. Y, en realidad, sin que ella lo note siquiera, él la abraza.

Él vive en la lumbre, en las flamas. Ella no tiene idea, pero él vive en ella, en las estrellas. Él la sujeta con fuerza en las noches heladas, y le brinda su tibio aliento en cada madrugada. Pero ella no lo ha notado.

Él la ama. La adora, y se aferra a su luz.

Pocos saben por qué estalla nuestro fuego cuando la distancia que nos separa se vuelve cero.

Hay quienes creen que es sólo la acción, que ocurre cuando nuestra sangre comienza su ebullición.

Hay quienes piensan que eso que nos da calor, no es otra cosa que el alocado palpitar del entusiasta corazón.

Pero pocos sabemos que, en realidad, es el señor de las llamas dibujando en nuestros lazos ese fantástico espectáculo de color y ardiente emoción, con el fin de cautivar a su amada dama, quien mira extasiada, y sopla, con seducción.

Él está con ella, pero ella no lo sabe, ya que su mirada está siempre clavada en nuestra llama. Él es el autor de nuestro fuego. Es su regalo, un regalo para la dama de las estrellas.

Pobre señor de las llamas, pobre enamorado. Desea que ella se dé la vuelta y lo mire, pero no sabe que ella no lo hará. Y él es el culpable.

¿Por qué nos da calor? ¿Por qué nos da frío?

La respuesta es sencilla. Es una eterna lucha, una furiosa batalla. Pero no entre él y ella, sino entre él y su propio interior. Entre su deseo y su ilusión. Él lucha por acrecentar la llama, para cautivar a su amada. Ella sopla tratando de tocarla. Si la ilusa dama tan sólo supiera que el verdadero fuego, la verdadera calidez, vive dentro de sí, y que el verdadero amor que siempre ha añorado en realidad está ahí, justo ahí, a su lado, y si tan sólo se diera cuenta, triste mujer, la dama de las estrellas, que su ansioso deseo de poseer nuestro calor la ha cegado, sólo bastaría con mirar hacia el firmamento para apreciar el verdadero evento de ver fundirse un sentimiento, ver la aurora danzante de un cielo ardiente, centellante, que no refleja más que lo que yace aquí, dentro de mí, cuando miro tu mirada, cuando te vuelves mi morada, cuando pienso en ti.



Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s