Las personas a mi alrededor suelen suponer, al ver que nunca grito, lloro ni frunzo el ceño siquiera cuando se me hiere, que seguramente tengo gran tolerancia al dolor. La verdad del asunto es que se equivocan; me duele tanto como a cualquiera. La única diferencia es que no reacciono, porque no me gusta hacer un alboroto al respecto.