Ayer, cuando me coloqué frente al espejo en la tibia mañana sentí que había algo distinto, algo fuera de lugar. Con detenimiento observé mi claro reflejo y entonces, sin tanteos, descubrí lo que estaba mal: mis ojos ya no brillaban más.
Me siento vacío, acabado, muerto. Me invade una cruda sensación de frialdad, de ausencia, como si se me hubiera despojado de mi última ración de vida, como si se hubiera secado la última gota de mí.
Sabía, en el fondo, que llegaría este día. Siempre tuve en mente que de pronto simplemente mi mirada se apagaría, mi piel se tornaría gris y mi corazón se detendría, pero nunca imaginé que ese momento me alcanzaría tan joven.
Debo ahora abandonar el campo de juego, ya que he perdido toda esperanza de desechar mi soledad.
Hace mucho tiempo, hace muchos años, en un intento de encontrar mi única verdad, miré hacia adentro y descubrí algo terrible, algo abominable. Entonces supe, sin reparo, que debía alejarme de todo y permanecer en la penumbra. Pero después, por necedad o impertinencia, hice a un lado mi secreto y me acerqué a estrechar la mano de un extraño; conocí la amistad, el amor.
Por muchos años viví como si nunca se me hubiera revelado el misterio, como si nunca hubiera conocido la oscura verdad que yace dentro de mí, y entonces cometí la descuidada torpeza de abrirle la puerta a esas personas tan valiosas, tan queridas.
Hasta ahora, justo ahora, he recordado lo que habitaba en lo profundo del umbral. Hasta ahora me he dado cuenta que las pocas personas que me han llegado a conocer, que han logrado atravesar el denso pantano, destrozar las barricadas y librar las ocultas trampas, al final han descubierto, en lo más puro de mi centro, de mi núcleo, la tempestad más aborrecible que hayan presenciado jamás, y al final han decidido dar la espalda y marcharse, para nunca mirar atrás.
Si me consideras tu amigo, si me estimas o has llegado a amarme, se debe simplemente a que aún no has logrado acercarte lo suficiente para contemplar mi oscura verdad.