Hace unas horas decidí salir de casa, sin otra razón que buscar un momento de tranquilidad y soledad. Caminé por senderos conocidos y terminé tomando asiento en un antiguo lugar donde mi hermano y yo solíamos jugar cuando éramos niños. Me refugié en una vieja y solitaria banca durante un rato, cobijado por un pálido cielo, en contacto con un aire solemne, frío y apacible.
Me quedé ahí, varios minutos, escuchando mi música favorita y contemplando, pensando, recordando. Encendí un cigarrillo, miré a mis alrededores; sonreí. Perdí la noción del tiempo y del espacio. Me dejé caer sobre la delgada sábana de la nada, sobre la paz, sobre la completa serenidad de un momento inigualable que ansiaba experimentar.
Vinieron a mí muchas cosas, viejas memorias, olvidados momentos; sonreí. Pensé en ti; sonreí.
El cielo ha estado más gris que de costumbre, al menos para mí, en estos oscuros días de otoño. Pero aun así, pude dibujar una ligera sonrisa sobre mi exhausto rostro. En verdad que disfruté ese instante, aislado de todo, sentado ahí sólo conmigo mismo, sin nadie a mi alrededor, más el manso viento sabatino y la cristalina noche que poco a poco se hacía presente frente a mis ojos; sonreí.